Había una niña llamada Priscila. Ella era muy amable y le gustaba ayudar a los demás. Jesús había bendecido a sus padres y, por eso, ellos podían dar todo lo que ella necesitaba: ropas, calzados, juguetes, todo y nada le faltaba. Priscila no se importaba en donar lo que tenía. Siempre que ayudaba a alguien, le decía a todos lo que había hecho.
Cierta vez, algunas personas que vivían cerca de ella resolvieron recoger donaciones. Las pertenencias que ellos consiguiesen serian entregues a los necesitados; Entonces la niña decidió contribuir también y, junto con su madre, D. María, separó ropas, zapatos, muñecas y alimentos para donación. Un día, Priscila estaba jugando en la vereda de su casa cuando vio una niña con la ropa que había donado.
Ella llamó la niña y le dijo a sus amigas: "¿Están viendo esta ropa y esta sandalia? Eran mías, y las doné, pues ella necesita más que yo". La niña se quedó avergonzada salió corriendo de aquel lugar. Priscila continuó contando sobre las veces que había ayudado a los demás; mientras eso, el señor Víctor, su padre se quedó observando el comportamiento de su hija.
Cuando Priscila entró en su casa, el señor Víctor la llamó y le dijo: Hija mía, tu comportamiento de hoy no fue correcto, pues en la Biblia está escrito que cuando damos alguna cosa a alguien, no debemos contar lo que hicimos solo para recibir elogios, pues Dios está viendo lo que hacemos y Él nos va a bendecir. Después de aquel día, Priscila aprendió que lo importante era ser recordada por Dios, y nunca más quedó comentando que ayudó a alguien.
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