Había una vez un hombre que tenia cien soldados, y por eso era llamado de centurión. Mismo siendo importante, él era bueno y se preocupaba por sus empleados. Ocurrió un cierto día, que uno de sus empleado quedo muy enfermo y estaba casi muriéndose. Pobrecito él, ¿No es cierto niño? El centurión se quedó muy triste y pidió a algunos ancianos judíos para que llamen a Jesús para que cure a su siervo enfermo. Aquel centurión había construido un templo (iglesia) para los judíos y, por eso, todos gustaban mucho de él.
Los judíos fueron hasta Jesús y le dieron la noticia del centurión, y Jesús fue hasta el enfermo. Cuando Jesús estaba bien cerca de la casa, el centurión envió algunos amigos para que le diese otro recado, pues había cambiado de idea. ¿Hum será que él se rindió de pedir la cura de su empleado? (Espere la participación).
¿Saben cuál fue el recado? El centurión mandó a decirle que no necesitaba más incomodarlo, pues el Señor es el hijo de Dios y el no merece que entre en la casa de él. Él pidió que el Señor dijese apenas una palabra, pues él tenía la certeza que, después de eso, el enfermo seria curado.
Amiguitos, aquel centurión tenía mucha fe, pues creía que con una única palabra de Jesús el empleado quedaría curado. El Señor Jesús se quedó tan contento con la fe de aquel centurión, que dijo para las personas que estaban con Él: Nunca vi tanta fe como esta, ni mismo en el pueblo de Israel, que es el pueblo escogido por Dios.
Y cuando los amigos llegaron a la casa del centurión, el siervo estaba libre de la enfermedad. ¡Viva!
CONCLUSIÓN
El centurión sabía que había poder en las palabras de Jesús, ¿Ustedes sabían que en nuestras palabras también hay poder? Sí, hay poder. Por eso debemos siempre decir buenas y agradables palabras que bendicen a todos los que escuchan. ¿Ustedes entendieron?
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