Había una vez un niño muy malcriado que se llamaba Ricardo. El papá y la mamá de Ricardo eran personas de Dios y siempre contaban a su hijo historias de la Biblia, pero al niño le gustaba oírlas. Cuando hacia alguna cosa de equivocado, los padres le llamaban la atención y le enseñaban a hacer lo correcto; pero Ricardo hacia cara fea y respondía, pues no le gustaba que le llamasen la atención.
Aconteció que un día la mamá de él resolvió contar la historia de un niño que se llamaba de Timoteo y dijo: Timoteo era un niño lleno de sabiduría y le gustaba oír las historias de la Biblia que su mamá Eunice y su abuela Lóide le contaban. Conforme él iba creciendo, deseaba aprender más sobre la Palabra de Dios, y continuó leyendo las historias de los pergaminos. En la época de Timoteo, no existía libros y las historias de la Biblia eran escritas en rollos llamados de pergamino. Él se esforzaba para practicar las palabras que allí estaban escritas.
Mientras la mamá de Ricardo le contaba la historia, él se puso atento oyendo. Y ella continuó diciendo que Timoteo, cuando conoció un apóstol que se llama Pablo que hablaba sobre Jesús, luego tubo el deseo de hacer lo mismo que Pablo hacia, o sea, hablar de Jesús para las personas sufridas. Timoteo y Pablo se tronaron grandes amigos y juntos anunciaban la Palabra de Dios. La mamá y la abuela de Timoteo se pusieron muy felices, pues él era un siervo de Dios.
Después de oír aquella historia, Ricardo tomó una decisión muy importante: él resolvió que no sería más desobediente y que tendría el placer de oír los enseñamientos de Dios que sus padres le contaban. Ricardo pidió perdón a la mamá y le dijo que, a partir de aquel día, no sería más rebelde.
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